“La pintura puede ser para los iletrados lo mismo que la escritura para los que saben leer”. Gregorio el Grande Son varios los motivos que han impulsado la realización de la gran muestra antológica “Bárbaro Rivas. Imágenes y revelaciones”. En primer lugar, desde hace ya no poco tiempo, nuestra historia y crítica de arte reconoce en Bárbaro Rivas a uno de los grandes maestros de la figuración venezolana. Dentro de este vasto universo expresivo, el pintor tiene además el privilegio de ser el gran artista de la imaginería judeo-cristiana en Venezuela, de este siglo. Impregnado de la religiosidad de nuestro pueblo, Bárbaro Rivas es heredero de una tradición que fue iniciada por los artesanos de la Colonia, durante el siglo XVIII. Aletargada y prácticamente inexistente durante el siglo XIX, esta tradición renace en la casa y el barrio del pintor de Petare, diferenciándose éste de los artesanos del pasado en que aquéllos debían imitar modelos impuestos por la Iglesia y la Corona española, mientras que Bárbaro remonta más allá del dogma o el rito. Sin ataduras académicas ni imposiciones provenientes de poderes superiores, Bárbaro Rivas, como un cronista, plasmó en su obra la actividad y la topografía del Petare de las primeras décadas de este siglo, al que nunca dejó de pintar y al que convirtió en escenario de una historia sagrada, propia y original. En ella logra conjugar lo atemporal y mítico, la iconografía y los símbolos sagrados, con la cotidianidad y sus espacios familiares, con su regocijo, su ingenuidad y su drama íntimo; de esta manera y con asombrosa fuerza y conocimiento intuitivo del lenguaje plástico, fijó en cuadros su repertorio de imágenes: “abrir los ojos del alma y cerrar los del cuerpo” -como diría Plotino-. De ahí el aura de elegido, de visionario, de predestinado, en la que gravitan su vida y sus obras. En Bárbaro Rivas encontramos a uno de esos pintores en quien resulta casi imposible establecer el deslinde entre arte y vida, condición que se ha dado en muy pocos artistas: en un Armando Reverón o en un Vincent van Gogh. Sus obras traducen su vida, ella palpita en sus pinturas y difumina los límites entre la realidad y el sueño, entre lo imaginario y su representación, entre imagen y milagro. Si partimos de la categorización que divide las manifestaciones del arte en dos grandes vertientes, arte culto y arte ingenuo, Bárbaro Rivas sobresale como el representante más interesante de nuestra pintura ingenua. Sus posibilidades expresivas en cuanto a color y forma son ilimitadas. En el color encontramos una gran variedad de gamas y tonos dentro de una misma obra, Ferrocarril de La Guaira (1957); en otras ocasiones enfatiza tonalidades sobrias, austeras, donde privan los grises, Las tres casas (hacia 1966). En cuanto a sus composiciones podemos apreciar, igualmente, una ambivalencia: algunas muestran formas superpuestas, irregulares, abruptas, que expresan vértigo e inestabilidad, construidas con las arbitrarias y mágicas leyes de lo onírico, otras son el resultado de formas más tradicionales, depuradas. No sería del todo arbitrario asociar estas formas con la quebrada y laberíntica topografía petareña. En las obras de Bárbaro Rivas aparecen en su más alta expresión rasgos que Francisco Da Antonio, citando a Georg Schmidt, atribuye al arte ingenuo: “...se trata de individuos aislados, más esenciales que anecdóticos, más creativos que ancestrales, más primordiales”; como apunta el mismo Da Antonio, se trata de “expresar vivencias por medio de un vocabulario de imágenes realistas que contradice las leyes del naturalismo”. Con respecto a la figura y el rostro humanos, Bárbaro manifiesta una psicología intuitiva aguda y profunda, que se evidencia ampliamente en los autorretratos y en la representación de personajes sagrados y cotidianos, a través de sus gestos, posiciones y actitudes. Sus autorretratos son producto de una necesidad que tiene su génesis en lo plástico y va más allá de ello. En éstos el autor se ofrece como centro único y protagónico, en una imagen colmada de matices, de altibajos. Dos de ellos pueden ejemplificar los puntos opuestos de lo que podría ser representación de estados de ánimo o modos de relacionarse con el mundo exterior. En La casa del pintor (1958) Bárbaro se retrata a sí mismo en el alegre contexto de su casa de Petare, acompañado de las cosas y seres que le son cotidianos. En el Autorretrato (1964) se presenta, por el contrario, de manera frontal, cruda y descarnada; la monocromía trabajada en tonos de grises depura la obra de cualquier otro elemento, que pudiera interrumpir lo que el artista necesita expresar. Es ésta una obra fuerte, en la que cada trazo pareciera gritar un estado del alma; fue realizada en las postrimerías de su existencia y en la que sin duda nos sentimos conmovidos, tocados por una obra maestra. Nació Bárbaro Rivas un 4 de diciembre hace ya cien años, en una de las zonas semi-rurales, próximas a Caracas, conocida como Petare. Sus padres, siguiendo la tradición cristiana de nuestros pueblos, lo bautizaron con el nombre de Bárbaro, pues el niño llegó el día de Santa Bárbara. Para la época en que nació Bárbaro Rivas, Petare era una pequeña población ubicada en una colina; el río Guaire y los afluentes locales, así como la quebrada de La Urbina, aseguraban su riego. Sus habitantes gozaban de ciertas comodidades, un ferrocarril, un correo, colegios, periódicos y dos orquestas: una Banda Marcial y la Sociedad Filarmónica Santa Cecilia. Las familias más adineradas eran comerciantes o propietarias de haciendas que se dedicaban al cultivo del café y la caña de azúcar. La infancia de Bárbaro y sus cuatro hermanos transcurre en este bucólico lugar al lado de su madre, quien podía brindarle una modesta vida. Corresponderá a misia Daniela, esposa del padre, rodearlo a Bárbaro de amor al tiempo que inculcará en el niño fuertes vínculos con el cristianismo. Por ella conocerá Bárbaro los contenidos y enseñanzas de las Sagradas Escrituras, fuente de inspiración -como hemos visto- de la mayoría de sus pinturas que, interpretadas de la manera más libre y espontánea, conforman hoy en día el registro más importante de nuestra imaginería religiosa. Cómo pudo incidir en la psicología de este artista una infancia sin la presencia y compañía de un padre, y la confusión de tener dos madres (una que lo trajo al mundo, con la cual vivirá hasta la muerte de ésta en 1923, y otra que le brinda amor y educación), es algo que, intuimos, pudo fragilizar su personalidad, pero no es nuestro propósito adentramos en este tipo de especulaciones, que por demás son propias de especialistas. Sólo diremos que muchas de las cosas que hará en su vida y que lo caracterizarán pueden tener explicación en estas circunstancias de su niñez. Al momento de morir su madre, Bárbaro se separa de sus hermanos, comienza a sentir de muy cerca la soledad y la tristeza y abandona la casa de Caruto en la cual vivió treinta años. El contacto con la naturaleza, la vida libre de correrías en los campos, entre las siembras de café y caña de azúcar, ha finalizado. Ahora debe enfrentarse a la cruda realidad. Solo en un caserón semi destruido, cerca del Calvario petareño, Bárbaro iniciará su oficio de pintor quizá como vía de escape, como recurso para llenar el vacío y la soledad en que se encuentra sumergido. Para sobrevivir, trabajará desde 1920 como banderero y peón en el Ferrocarril que cubría la ruta Petare-Valles del Tuy. En este momento el pintor emprende su labor de predicador: lo aprendido con misia Daniela se traduce en murales, luego en pequeñas pinturas que narran pasajes bíblicos, también encontramos paisajes y algunos retratos. A esta nueva y difícil etapa de su vida se suma el hecho de que aquella pequeña y festiva villa agrícola que fue Petare se va transformando en un lugar marginado; sus habitantes se ven obligados a abandonar sus casas, poco a poco serán otros los que llegarán a establecerse, quedando el casco o zona colonial rodeada de innumerables barrios, con gentes y costumbres muy disímiles al tipo de vida hasta entonces conocido. Es sorprendente constatar la manera como aumentó la población, de 4.045 habitantes en 1942, a 77.631 en 1961. Sería absurdo negar que todo este cambio influenció emocionalmente a nuestro artista. Quizás sólo Dios y él como transmisor de su palabra podían redimir, salvar a Petare, centro de su mundo, del castigo y de un destino infernal. Bárbaro se aferró a la pintura y por muchos años se aisló del mundo. Tenía miedo al daño, quizás miedo a amar, no lo sabemos. Este aislamiento ocasionó la pérdida del trabajo en el Ferrocarril, hecho que aceleró la crisis, la caída que se presentía venir y que hasta ese momento había logrado reprimir. El licor hizo estragos y por nueve meses nuestro maestro sucumbió en una pesadilla fantasmal, sólo Trina, su hermana, lo acompañó en estos momentos de angustia. Era el año 1937, Gómez había muerto y López Contreras quería inyectar nuevas energías al deprimido país. Esta crisis permitió a Bárbaro, probablemente sin saberlo, tomar con firmeza las riendas del rumbo trazado años atrás. Se inicia entonces una etapa muy fructífera en su producción pictórica. Obras como La fábrica de chocolates y Domingo de Ramos datan de esa época. Este período se prolongará hasta 1950, cuando una nueva crisis lo retraerá y Bárbaro de nuevo abandonará por tres años su comunicación con el mundo a través de la pintura. En 1953, superada la depresión, se produce un fenómeno muy particular, las obras empiezan a tener carácter retrospectivo, es decir Bárbaro reproduce en sus cuadros las escenas, los paisajes, los momentos más felices de su existencia, de esos años datan Placita de Petare en 1910, y Entrada de Petare (antigua). Para esta fecha Francisco Da Antonio inicia el envío de los cuadros del pintor al Salón Oficial y al Salón Planchart; así comienza a ser conocido por los coleccionistas. Sin pretenderlo, Bárbaro se convierte en un mito, en una leyenda. Nadie creía en la existencia del pintor; se decía que era una ficción, un invento. Es entonces cuando en 1956, a propósito de la primera muestra colectiva de arte ingenuo presentada en el país, inaugurada en el Bar Sorpresa de Petare, el artista aparece ante el público. Este año recibe el Premio Arístides Rojas en el XVII Salón Oficial por su cuadro Barrio Caruto en 1925 (1955), perteneciente a la colección de Francisco Da Antonio, quien organiza para el Museo de Bellas Artes la primera muestra individual del artista. Otras exposiciones realizadas serán objeto de comentarios muy halagadores, pero sin duda la Mención recibida en 1957 en la IV Bienal de Sao Paulo, con la obra Barrio Caruto en 1925, significó uno de los acontecimientos más relevantes de su trayectoria. En 1959 un triste hecho viene a perturbar la serenidad y alegría de Bárbaro: su casa, sus pertenencias y muchos de sus cuadros son consumidos en un voraz incendio. La rápida y no menos oportuna reacción del Concejo Municipal de Petare, al decidir la construcción de otra vivienda y la asignación de una pensión, impidieron una recaída en nuestro artista. En 1960 recibe nuevamente el Premio Arístides Rojas en la XXI edición del Salón Oficial, con uno de sus más hermosos y festivos paisajes, se trata del El Ferrocarril de La Guaira (1957), obra de carácter retrospectivo que rememora un grato paseo hecho a Maiquetía por los años veinte. Este mismo año se presenta en la Sociedad Maraury la exposición “Vida de Jesús en la pintura de Bárbaro Rivas”, y es incluido en la muestra evaluativa de pintura latinoamericana organizada por el Museo Guggenheim, Nueva York. Lamentablemente y a pesar de todos los esfuerzos de los amigos por brindarle amor y compañía, Bárbaro será víctima de un ser inescrupuloso que le roba sus cuadros y le ofrece licor; este hecho pone en peligro el futuro del artista, quien no logrará superar la crisis que se avecina. Sin embargo los que le quieren bien luchan por su bienestar; en 1962 figura en la muestra organizada por la Universidad de Duke en Durham, USA, bajo el título “Naives Painters of Latin America”; en 1963 obtiene el Premio “Federico Brandt” en el XXIV Salón Oficial por su cuadro El arresto de Escalona, y en 1964 la Sociedad Maraury abre la exposición “El maravilloso mundo parroquial de Bárbaro Rivas”. Pero ya el artista se encuentra en una situación deplorable y los inescrupulosos “marchands” saquean su casa, llevándose los cuadros para venderlos y obtener los beneficios económicos. Esta alarmante situación motivó a Juan Calzadilla y a Nelly Baptista a organizar, en 1966 en la Galería 22, la que sería la última exposición en vida del pintor. El dinero de las ventas serviría para someter a nuestro pintor a un tratamiento de desintoxicación etílica y al rescate de su persona. Pero los múltiples trámites administrativos no permitieron que el dinero se recibiese a tiempo, Bárbaro fue ingresado en febrero de 1967 al Hospital Pérez de León de Petare donde murió el 12 de marzo. Su vida fue un constante sufrir, pero también tuvo momentos de goce; de su tránsito por este mundo se conserva hoy este hermoso repertorio de imágenes, el cual estamos en la obligación de preservar, pues el quiso dejarnos este legado como profunda muestra de su fe religiosa y de su amor al prójimo. El pintor y su obra constituyen un grandioso testimonio para el espíritu humano. Murió después de haber llevado una vida de penurias y carencias, de religiosidad y sacrificio, pero también murió querido y admirado, sentimientos que lejos de disminuir se han acrecentado con el paso del tiempo, por lo que hoy se reconoce su influencia en artistas ingenuos y “cultos”. Bárbaro Rivas y Armando Reverón son considerados como los grandes visionarios y padres de la Modernidad en Venezuela.
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Museo Carmelo FernándezEl Museo “Carmelo Fernández”, es una institución museística de carácter multidisciplinario, orientada a la investigación, recolección, fomento y difusión de las artes plásticas regionales, dentro del contexto de ARTE VENEZOLANO. Exposiciones MCF
Diciembre 2007
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