47 fotografías diversas de 13 fotógrafos venezolanos forman parte de la colección del Museo “Carmelo Fernández”. Fotografías que recogen una multiplicidad de técnicas y visiones. Enfoques macros de un paisaje descontextualizado, donde las texturas suaves y tersas y los pliegues ondulados generan una visión ilusoria de una sabana extendida sobre la piel de un animal. De esta manera, Juan Carlos Urrutia da continuidad a su propuesta estética fundamentada en la ecología y en los efectos ilusorios que generan los enfoques particulares sobre un determinado elemento. Alexander Brandt plantea dos series conceptualmente opuestas; en una retoma el tema de la figura humana que ha desarrollado siempre, enfocando la imagen hacia detalles muy particulares; ahondando en el juego de texturas, el mal sublima en la otra serie donde lleva a la fotografía sus planteamientos sobre la geometría sensible en un juego de superposición de imágenes, tramas y texturas que crean espacios ilusorios y diversos. En una intervención volumétrica del espacio fotográfico, Oswaldo Blanco juega con la superposición de estructuras para crear efectos tridimensionales. En similar tendencia se mueven María Hernández y Michelena Farrauto; la primera juega con diversos elementos a manera de collage para dar a las imágenes una carga emotiva y sensorial donde lo pagano y sensual se enfrenta a visiones místicas. En la segunda, Farrauto, superpone planos fotográficos, colores y transparencias para transmitir un mensaje subliminado sobre el ser mujer. Dixon Calvetti y Mariano Díaz, con visiones muy particulares, estéticas y conceptualmente, exploran el imaginario visual del mito y la religiosidad relativa a la diosa de Sorte. Una búsqueda angustiosa sobre el ser podemos ver en la obra Ocaso, de la serie del mismo nombre de Ramón Caracas; ojos, manos, pies y oídos en cercanía y concordancia nos recuerdan los inexorables efectos del paso del tiempo en el ser humano. Las posibilidades del collage fotográfico real y la intervención de los fragmentos, donde la roturas y los cortes adquieren valor propio, es la propuesta de Carlos Contreras en una imagen que resulta conflictiva espiritualmente para quienes se aferran a la divinidad del Ser. Francisco Larry Camacho explora las vetas del cuerpo femenino, las sensuales y brillantes líneas que lo perfilan contrastado con las texturas de la arena en la playa, para dar una aproximación fundamentada en los contrastes, en el principio y fin, en lo masculino y lo femenino. Emiliano Barreto y William Rodríguez tratan el paisaje real, intervenido digitalmente en el caso de Barreto para crear una sinfonía de efectos luminosos y sombras opuestas al sol. Rodríguez recurre a los efectos luminosos reales y a las distorsiones del color y las líneas en las aguas del canal, para crear un paisaje fantástico. Son propuestas diversas que enriquecen una colección museística que quiere dar también a la fotografía, el protagonismo que ha venido tomando impulso en los últimos tiempos, no solo como documento, historia y registro, sino -esencialmente-, como búsqueda estética, expresiva y sensible, con valor autónomo desligado de lo pictórico.
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Fotografías de Enrique D’ Lima |
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Catálogo: “Retratos. Fotografías de Enrique D’ Lima” |
Cestería Indígena Contemporánea de Venezuela
Colección Casa Alejo Zuloaga Fundación Polar
La muestra destaca los rasgos peculiares que caracterizan el oficio tradicional y actual de los grupos indígenas Warao, Yanomami, Ye' kuana, Panare, Arahuacos del Río Negro, Guahíbos y, quienes a la par de la fabricación de objetos originalmente destinados a las labores de transporte, procesamiento y conservación de alimentos, han desarrollados estilos y formas que han debido adaptarse a las necesidades de la vida contemporánea.
Aprendieron las técnicas de tejido de cestas de tirite (Ischnosiphon arouma) de sus vecinos Siawani. Esta tradición aprendida debió ser similar a la de los pueblos Caribe que vivían a lo largo de los muchos afluentes y ríos de su territorio, quienes eran excelentes fabricantes de cestas.
La introducción de las técnicas de tejido del tirite implicó una mejoría notable en sus condiciones de vida. Además, dio a los tejedores jerarquía dentro de su comunidad, pues las cualidades mágicas de la planta eran adquiridas por el contacto con la fibra durante el proceso mismo de manufactura. Ellas penetraban el tejedor a través de los dedos y se extendían desde sus extremidades hasta el interior del cuerpo (Hernández y Fuentes, 1992).
Los principales objetos confeccionados con esta fibra son los mapires (humuta), cestas de carga que se caracterizan por su peculiar forma acampanada y su tejido en capas superpuestas, cruzadas diagonalmente. Otros objetos, como los sebucanes (aruhuba) las guapas (bigi), los cedazos (manari) las nasas de pesca (berei) las maracas infantiles (moriki), las petacas (torotoro), en donde se guardan las materias sagradas del wisidato o shamán, y los sopladores (yami), usados para avivar el fuego o voltear las tortas de fécula del moriche (yuruma), son realizados con las técnicas del tejido de sarga.
El desarrollo de la cestería de moriche es un fenómeno relativamente reciente. Así mismo, es reciente, aunque no totalmente desconocida, la técnica de tejido en espiral. El tejido en espiral se realiza cosiendo un elemento o set de elementos dispuestos en forma espiral, unos sobres otros, con la ayuda de una aguja metálica.
Los diseños decorativos se realizan «bordando» series de diseños geométricos sobre la superficie, con hilos de moriche coloreados en tonalidades brillantes, para lo cual utilizan algunas materias tintóreas naturales y tintes industriales.
Tejen cestas con bejuco mamure o masimasi (Anthurium flexuorum), el cual, luego de descortezado y dividido en finas tiras, pintan con onoto (Bixa Orellana).
La principal cesta de carga Yanomami es la guatusa o wii, tejida generalmente por las mujeres y usada para transportar diversos productos agrícolas. Su forma cilíndrica característica varía sólo en las dimensiones. El tejido del wii es muy tupido y se realiza con la técnica trenzada.
Al terminar de ser tejida, cada cesta es pintada con onoto, de allí su color rojizo y olor peculiar. El rojo vivo que, a veces, lucen proviene de la aplicación del onoto crudo, mientras que el color ocre se consigue cocinando el onoto.
Al secar, la superficie de las cestas es decorada con dibujos geométricos de carácter simbólico; generalmente círculos u oni kahororawe, puntos u oni tipikiwe, líneas ondulantes u oni eyekewe, líneas entrecruzadas u oni yarikawe y líneas rectas u oni shetitiwe, que recuerdan los diseños negro carbón de la pintura corporal.
El mapire, tejido por los hombres, es también una cesta de carga, de forma cilíndrica y de tamaño variable.
Las guapas usadas como platos para colocar frutas, pescado, carne y otros alimentos son llamadas xotokehe; las pequeñas, parikama. Las más grandes, al igual que los cedazos funerarios, kamamoma, se realizan con la misma fibra, técnica de tejido y diseños decorativos del wii.
Los Yanomami tejen también los sopladores para avivar el fuego, ventilar y espantar insectos, llamados xohema o shulema, los cuales se realizan con la técnica de tejido cruzado; los cabos sueltos del remate se atan en un solo manojo, para producir una suerte de mango.
Como en otras comunidades, la mayoría de cestas producidas por los Ye’ kuana están relacionadas con el proceso y el consumo del alimento central de su dieta: la yuca amarga, la cual es recogida, guardada, prensada, cernida, almacenada y servida en un conjunto de cestas especialmente confeccionadas para atender todos estos procesos. Los tejedores Ye’ kuana producen también cestas para guardar y transportar objetos durante sus viajes, trampas de pesca y cacería, cestas de uso ritual y de intercambio comercial.
Entre las principales cestas tejidas por los Ye’ kuana están: el sebucán o tunkui que es una cesta larga y cilíndrica, cerrada en el fondo y abierta en la parte superior, la cual se fabrica en tirite con la técnica de tejido cruzado en forma de sarga. Usada para extraer el yare o líquido venenoso de la yuca amarga (ácido cianhídrico) más que una cesta, es una prensa, una excelente muestra de tecnología indígena.
La wuwa, hecha en mamure con la técnica de tejido trenzado, es una cesta de carga, utilizada para transportar yuca y recolectar leña.
Cernidores y manares son cestas de forma circular, tejidas generalmente con fibras de tirite, con la técnica de tejido cruzado abierto. Tanto el cernidor o sejitcha como el manare o manaade se usan, principalmente, para cernir la harina de yuca amarga ya tostada, llamada mañoco.
El mapire o matiidi es una cesta cilíndrica, usado entre otras cosas para almacenar y transportar mañoco, suele cubrirse internamente con hojas de palma, para proteger su contenido de la humedad y de la lluvia.
El catumare Ye’ kuana o tudi es también una cesta de carga, tejida con tiras de mamure.
La petaca, kanwao o amatu, es una cesta rectangular en forma de caja, hecha para guardar pequeños objetos.
La guapa, o waja, es una cesta en forma de plato. La guapa se utiliza principalmente para recoger la harina recién prensada de la yuca amarga o colocar en ella toda clase de alimentos secos; también se hace con fines comerciales.
Entre los Ye’ kuana tradicionalmente las cestas decoradas, como guapas o petacas, siempre fueron hechas por los hombres, sin embargo las mujeres empezaron a producir cientos de wuwas decorativas, como objetos de intercambio comercial y así obtener dinero para adquirir productos industriales de proveniencia criolla, los cuales se han hecho necesarios.
Entre los Panare la cestería es una labor esencialmente masculina. Los Panare tejen cestas de uso doméstico, como manares (u’ pa), mapires (tawa), sebucanes (sinki), esteras (sunwa), sopladores (pape’), jaulas (ewé) y canastas (tawahemen), usando, en la mayoría de los casos, técnicas y materiales similares a los de otras culturas de Guayana y Amazonas.
Los Panare ampliaron las posibilidades técnicas de su cestería tradicional, para crear objetos que pudieran vender a los criollos, como guapas (wapa) y petacas (tupupukumen), siguiendo los modelos de la cestería tradicional Ye’ kuana (Mattéi-Muller y Henley, 1978).
Esta cestería, destinada a la venta, se realiza con fibras de tirite o manake (Ischnosiphon obliquiformis loes) y kesu o casupo (Ischnosiphon spp), un material menos flexible que el tirite y que se oscurece con el tiempo.
Las guapas son tejidas con la técnica que hemos venido llamando cruzado cerrado o sarga, la cual está constituida por pequeñas secciones rectangulares del mismo ancho, aunque de longitud variable.
Además de las guapas, la mayoría de las cestas tejidas por los Panare, excepto las cestas-jaula de tejido hexagonal, cuyos «dibujos son como la piel de jaguar», son realizadas con esta técnica. La guapa es la cesta en la que se observa con mayor detalle su nueva iconografía y el énfasis puesto en la precisión de los detalles.
El desarrollo de nuevas representaciones de animales que les son propios identifica con su sello particular a la cestería Panare Moderno.
Los cesteros Arahuaco de Venezuela se ubican en la región del Río Negro. Entre ellos los Bare, los Curripaco, los Guarequena, los Piapoco y los Baniva, cuyas similitudes lingüísticas y culturales son evidentes. Todos ellos tejen sebucanes que los Curripaco llaman tinulipi, manares o dupitsi, guapas o wayára, cestas cilíndricas de base plana o búdaka, cestas cilíndricas de carga o mucutú, sopladores y volteadores o kuipedda.
Uno de los elementos que distinguen la cestería de los Curripaco particularmente es el uso del chiquichique (Leopoldina piassaba), palma de la cual se obtiene una fibra vegetal de gran resistencia, utilizada, además, en la fabricación de cuerdas, cepillos y escobas. Estas escobas de uso doméstico están hechas con un haz de fibras de chiquichique, amarrado en la parte superior, en algunos casos, con un trabajo de cestería realizado en la misma fibra.
Los Piapoco también han desarrollado una cesta comercial, de cuerpo cilíndrico redondeado y base cuadrada, hecha con fibras de tirite de colores rojo y negro, tejidas con la técnica de entrecruzado muy abierto y elástico en el cuerpo y cerrado en la boca.
Se autodenominan Hiwi, que significa «gente» o, más precisamente, Wayapopihiwi: «gente de sabana». Los Guahíbo siguen desarrollando sus artes tradicionales, entre ellas la cestería. Esta fue una ocupación masculina de cautivadores estacionales sedentarios. Sin embargo, en la actualidad las mujeres tejen cestas comerciales para lo cual utilizan la fibra de moriche y la técnica de tejido en espiral.
Estas cestas se decoran tiñendo las fibras con una madera de color rojo que llaman baraguakatale o palo de tinte. Según observamos, los hombres fabrican toda clase de cestas para cargar, cernir y almacenar, labores relacionadas con el procesamiento de la yuca amarga, para lo cual utilizan principalmente la fibra de tirite y la técnica de tejido de sarga.
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Catálogo: "Tejidos de la tradición" |
que la escritura para los que saben leer”.
Gregorio el Grande
Sin ataduras académicas ni imposiciones provenientes de poderes superiores, Bárbaro Rivas, como un cronista, plasmó en su obra la actividad y la topografía del Petare de las primeras décadas de este siglo, al que nunca dejó de pintar y al que convirtió en escenario de una historia sagrada, propia y original. En ella logra conjugar lo atemporal y mítico, la iconografía y los símbolos sagrados, con la cotidianidad y sus espacios familiares, con su regocijo, su ingenuidad y su drama íntimo; de esta manera y con asombrosa fuerza y conocimiento intuitivo del lenguaje plástico, fijó en cuadros su repertorio de imágenes: “abrir los ojos del alma y cerrar los del cuerpo” -como diría Plotino-. De ahí el aura de elegido, de visionario, de predestinado, en la que gravitan su vida y sus obras. En Bárbaro Rivas encontramos a uno de esos pintores en quien resulta casi imposible establecer el deslinde entre arte y vida, condición que se ha dado en muy pocos artistas: en un Armando Reverón o en un Vincent van Gogh. Sus obras traducen su vida, ella palpita en sus pinturas y difumina los límites entre la realidad y el sueño, entre lo imaginario y su representación, entre imagen y milagro. Si partimos de la categorización que divide las manifestaciones del arte en dos grandes vertientes, arte culto y arte ingenuo, Bárbaro Rivas sobresale como el representante más interesante de nuestra pintura ingenua. Sus posibilidades expresivas en cuanto a color y forma son ilimitadas. En el color encontramos una gran variedad de gamas y tonos dentro de una misma obra, Ferrocarril de La Guaira (1957); en otras ocasiones enfatiza tonalidades sobrias, austeras, donde privan los grises, Las tres casas (hacia 1966).
En cuanto a sus composiciones podemos apreciar, igualmente, una ambivalencia: algunas muestran formas superpuestas, irregulares, abruptas, que expresan vértigo e inestabilidad, construidas con las arbitrarias y mágicas leyes de lo onírico, otras son el resultado de formas más tradicionales, depuradas. No sería del todo arbitrario asociar estas formas con la quebrada y laberíntica topografía petareña.
En las obras de Bárbaro Rivas aparecen en su más alta expresión rasgos que Francisco Da Antonio, citando a Georg Schmidt, atribuye al arte ingenuo: “...se trata de individuos aislados, más esenciales que anecdóticos, más creativos que ancestrales, más primordiales”; como apunta el mismo Da Antonio, se trata de “expresar vivencias por medio de un vocabulario de imágenes realistas que contradice las leyes del naturalismo”. Con respecto a la figura y el rostro humanos, Bárbaro manifiesta una psicología intuitiva aguda y profunda, que se evidencia ampliamente en los autorretratos y en la representación de personajes sagrados y cotidianos, a través de sus gestos, posiciones y actitudes. Sus autorretratos son producto de una necesidad que tiene su génesis en lo plástico y va más allá de ello. En éstos el autor se ofrece como centro único y protagónico, en una imagen colmada de matices, de altibajos. Dos de ellos pueden ejemplificar los puntos opuestos de lo que podría ser representación de estados de ánimo o modos de relacionarse con el mundo exterior. En La casa del pintor (1958) Bárbaro se retrata a sí mismo en el alegre contexto de su casa de Petare, acompañado de las cosas y seres que le son cotidianos. En el Autorretrato (1964) se presenta, por el contrario, de manera frontal, cruda y descarnada; la monocromía trabajada en tonos de grises depura la obra de cualquier otro elemento, que pudiera interrumpir lo que el artista necesita expresar. Es ésta una obra fuerte, en la que cada trazo pareciera gritar un estado del alma; fue realizada en las postrimerías de su existencia y en la que sin duda nos sentimos conmovidos, tocados por una obra maestra.
Nació Bárbaro Rivas un 4 de diciembre hace ya cien años, en una de las zonas semi-rurales, próximas a Caracas, conocida como Petare. Sus padres, siguiendo la tradición cristiana de nuestros pueblos, lo bautizaron con el nombre de Bárbaro, pues el niño llegó el día de Santa Bárbara.
Para la época en que nació Bárbaro Rivas, Petare era una pequeña población ubicada en una colina; el río Guaire y los afluentes locales, así como la quebrada de La Urbina, aseguraban su riego. Sus habitantes gozaban de ciertas comodidades, un ferrocarril, un correo, colegios, periódicos y dos orquestas: una Banda Marcial y la Sociedad Filarmónica Santa Cecilia. Las familias más adineradas eran comerciantes o propietarias de haciendas que se dedicaban al cultivo del café y la caña de azúcar.
La infancia de Bárbaro y sus cuatro hermanos transcurre en este bucólico lugar al lado de su madre, quien podía brindarle una modesta vida. Corresponderá a misia Daniela, esposa del padre, rodearlo a Bárbaro de amor al tiempo que inculcará en el niño fuertes vínculos con el cristianismo. Por ella conocerá Bárbaro los contenidos y enseñanzas de las Sagradas Escrituras, fuente de inspiración -como hemos visto- de la mayoría de sus pinturas que, interpretadas de la manera más libre y espontánea, conforman hoy en día el registro más importante de nuestra imaginería religiosa.
Cómo pudo incidir en la psicología de este artista una infancia sin la presencia y compañía de un padre, y la confusión de tener dos madres (una que lo trajo al mundo, con la cual vivirá hasta la muerte de ésta en 1923, y otra que le brinda amor y educación), es algo que, intuimos, pudo fragilizar su personalidad, pero no es nuestro propósito adentramos en este tipo de especulaciones, que por demás son propias de especialistas. Sólo diremos que muchas de las cosas que hará en su vida y que lo caracterizarán pueden tener explicación en estas circunstancias de su niñez. Al momento de morir su madre, Bárbaro se separa de sus hermanos, comienza a sentir de muy cerca la soledad y la tristeza y abandona la casa de Caruto en la cual vivió treinta años. El contacto con la naturaleza, la vida libre de correrías en los campos, entre las siembras de café y caña de azúcar, ha finalizado. Ahora debe enfrentarse a la cruda realidad. Solo en un caserón semi destruido, cerca del Calvario petareño, Bárbaro iniciará su oficio de pintor quizá como vía de escape, como recurso para llenar el vacío y la soledad en que se encuentra sumergido. Para sobrevivir, trabajará desde 1920 como banderero y peón en el Ferrocarril que cubría la ruta Petare-Valles del Tuy. En este momento el pintor emprende su labor de predicador: lo aprendido con misia Daniela se traduce en murales, luego en pequeñas pinturas que narran pasajes bíblicos, también encontramos paisajes y algunos retratos. A esta nueva y difícil etapa de su vida se suma el hecho de que aquella pequeña y festiva villa agrícola que fue Petare se va transformando en un lugar marginado; sus habitantes se ven obligados a abandonar sus casas, poco a poco serán otros los que llegarán a establecerse, quedando el casco o zona colonial rodeada de innumerables barrios, con gentes y costumbres muy disímiles al tipo de vida hasta entonces conocido. Es sorprendente constatar la manera como aumentó la población, de 4.045 habitantes en 1942, a 77.631 en 1961. Sería absurdo negar que todo este cambio influenció emocionalmente a nuestro artista. Quizás sólo Dios y él como transmisor de su palabra podían redimir, salvar a Petare, centro de su mundo, del castigo y de un destino infernal. Bárbaro se aferró a la pintura y por muchos años se aisló del mundo. Tenía miedo al daño, quizás miedo a amar, no lo sabemos. Este aislamiento ocasionó la pérdida del trabajo en el Ferrocarril, hecho que aceleró la crisis, la caída que se presentía venir y que hasta ese momento había logrado reprimir. El licor hizo estragos y por nueve meses nuestro maestro sucumbió en una pesadilla fantasmal, sólo Trina, su hermana, lo acompañó en estos momentos de angustia. Era el año 1937, Gómez había muerto y López Contreras quería inyectar nuevas energías al deprimido país. Esta crisis permitió a Bárbaro, probablemente sin saberlo, tomar con firmeza las riendas del rumbo trazado años atrás. Se inicia entonces una etapa muy fructífera en su producción pictórica. Obras como La fábrica de chocolates y Domingo de Ramos datan de esa época. Este período se prolongará hasta 1950, cuando una nueva crisis lo retraerá y Bárbaro de nuevo abandonará por tres años su comunicación con el mundo a través de la pintura. En 1953, superada la depresión, se produce un fenómeno muy particular, las obras empiezan a tener carácter retrospectivo, es decir Bárbaro reproduce en sus cuadros las escenas, los paisajes, los momentos más felices de su existencia, de esos años datan Placita de Petare en 1910, y Entrada de Petare (antigua). Para esta fecha Francisco Da Antonio inicia el envío de los cuadros del pintor al Salón Oficial y al Salón Planchart; así comienza a ser conocido por los coleccionistas.
Sin pretenderlo, Bárbaro se convierte en un mito, en una leyenda. Nadie creía en la existencia del pintor; se decía que era una ficción, un invento. Es entonces cuando en 1956, a propósito de la primera muestra colectiva de arte ingenuo presentada en el país, inaugurada en el Bar Sorpresa de Petare, el artista aparece ante el público. Este año recibe el Premio Arístides Rojas en el XVII Salón Oficial por su cuadro Barrio Caruto en 1925 (1955), perteneciente a la colección de Francisco Da Antonio, quien organiza para el Museo de Bellas Artes la primera muestra individual del artista. Otras exposiciones realizadas serán objeto de comentarios muy halagadores, pero sin duda la Mención recibida en 1957 en la IV Bienal de Sao Paulo, con la obra Barrio Caruto en 1925, significó uno de los acontecimientos más relevantes de su trayectoria.
En 1959 un triste hecho viene a perturbar la serenidad y alegría de Bárbaro: su casa, sus pertenencias y muchos de sus cuadros son consumidos en un voraz incendio. La rápida y no menos oportuna reacción del Concejo Municipal de Petare, al decidir la construcción de otra vivienda y la asignación de una pensión, impidieron una recaída en nuestro artista. En 1960 recibe nuevamente el Premio Arístides Rojas en la XXI edición del Salón Oficial, con uno de sus más hermosos y festivos paisajes, se trata del El Ferrocarril de La Guaira (1957), obra de carácter retrospectivo que rememora un grato paseo hecho a Maiquetía por los años veinte. Este mismo año se presenta en la Sociedad Maraury la exposición “Vida de Jesús en la pintura de Bárbaro Rivas”, y es incluido en la muestra evaluativa de pintura latinoamericana organizada por el Museo Guggenheim, Nueva York.
Lamentablemente y a pesar de todos los esfuerzos de los amigos por brindarle amor y compañía, Bárbaro será víctima de un ser inescrupuloso que le roba sus cuadros y le ofrece licor; este hecho pone en peligro el futuro del artista, quien no logrará superar la crisis que se avecina. Sin embargo los que le quieren bien luchan por su bienestar; en 1962 figura en la muestra organizada por la Universidad de Duke en Durham, USA, bajo el título “Naives Painters of Latin America”; en 1963 obtiene el Premio “Federico Brandt” en el XXIV Salón Oficial por su cuadro El arresto de Escalona, y en 1964 la Sociedad Maraury abre la exposición “El maravilloso mundo parroquial de Bárbaro Rivas”. Pero ya el artista se encuentra en una situación deplorable y los inescrupulosos “marchands” saquean su casa, llevándose los cuadros para venderlos y obtener los beneficios económicos. Esta alarmante situación motivó a Juan Calzadilla y a Nelly Baptista a organizar, en 1966 en la Galería 22, la que sería la última exposición en vida del pintor. El dinero de las ventas serviría para someter a nuestro pintor a un tratamiento de desintoxicación etílica y al rescate de su persona. Pero los múltiples trámites administrativos no permitieron que el dinero se recibiese a tiempo, Bárbaro fue ingresado en febrero de 1967 al Hospital Pérez de León de Petare donde murió el 12 de marzo. Su vida fue un constante sufrir, pero también tuvo momentos de goce; de su tránsito por este mundo se conserva hoy este hermoso repertorio de imágenes, el cual estamos en la obligación de preservar, pues el quiso dejarnos este legado como profunda muestra de su fe religiosa y de su amor al prójimo.
El pintor y su obra constituyen un grandioso testimonio para el espíritu humano. Murió después de haber llevado una vida de penurias y carencias, de religiosidad y sacrificio, pero también murió querido y admirado, sentimientos que lejos de disminuir se han acrecentado con el paso del tiempo, por lo que hoy se reconoce su influencia en artistas ingenuos y “cultos”. Bárbaro Rivas y Armando Reverón son considerados como los grandes visionarios y padres de la Modernidad en Venezuela.
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Catálogo: "IMÁGENES Y REVELACIONES DE BÁRBARO RIVAS" |
Museo Carmelo Fernández
El Museo “Carmelo Fernández”, es una institución museística de carácter multidisciplinario, orientada a la investigación, recolección, fomento y difusión de las artes plásticas regionales, dentro del contexto de ARTE VENEZOLANO.
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